En esta conferencia, Humberto Maturana nos invita a una exploración tan profunda como urgente: ¿qué significa conocer? Lejos de entender el conocimiento como un simple proceso de acumulación de información o como un espejo fiel del mundo, el autor propone una concepción radicalmente distinta. Conocer, para él, no es un acto mental aislado ni una aproximación objetiva a una realidad externa, sino un fenómeno biológico, una forma de vivir en congruencia estructural con un medio.
Maturana comienza situando su reflexión en una crisis mayor, una crisis del vivir. Critica la naturalización de la competencia como principio organizador de la sociedad contemporánea, afirmando que este valor cultural va en contra de nuestra biología. El ser humano no fue moldeado por la lucha, sino por el compartir. Provenimos de un linaje de primates recolectores que vivieron y prosperaron gracias a la cooperación, no a la exclusión. Por eso sentimos una incomodidad visceral al negarnos a compartir, y experimentamos placer en actividades que evocan la recolección libre, como caminar por un supermercado o pasear por el campo. La competencia, al contrario, es una negación del otro; su éxito depende del fracaso ajeno y, por ello, constituye un fenómeno profundamente antisocial.
Desde esta base, Maturana avanza hacia su tema central: el fenómeno del conocer. Y lo hace desde su campo, la biología. Propone que conocer es actuar de manera efectiva dentro de un dominio específico determinado por una pregunta. No se trata de «saber cosas», sino de moverse adecuadamente en un contexto definido por una necesidad o inquietud. Lo ejemplifica con una historia provocadora: un estudiante al que se le pide medir la altura de una torre usando un altímetro. El joven responde correctamente a la pregunta usando otros métodos válidos —una cuerda, la triangulación, la sombra— pero falla, una y otra vez, porque no usa el altímetro como se esperaba. ¿Sabía o no sabía? Todo depende del dominio definido por la pregunta. Esta anécdota revela que el conocimiento no reside en el contenido, sino en la congruencia entre acción, contexto y validación.
El conocer, entonces, está íntimamente ligado a la estructura del ser vivo. Somos sistemas determinados estructuralmente: nuestra biología no solo nos permite conocer, sino que determina cómo y qué podemos conocer. Cualquier fenómeno que ocurra en un ser vivo ocurre como resultado de su estructura. Un fotorreceptor no responde a la luz porque la luz lo impone, sino porque está hecho de una forma tal que ciertos estímulos desencadenan en él cambios específicos. Lo mismo ocurre con todo nuestro cuerpo, nuestra percepción, nuestras emociones y nuestra mente: conocemos desde lo que somos, no desde lo que el mundo “es”.
Maturana introduce aquí tres conceptos clave: unidad, organización y estructura. Una unidad es lo que distinguimos como tal. La organización es el conjunto de relaciones entre componentes que define a esa unidad como miembro de una clase. Y la estructura es la forma concreta en que se realiza esa organización. La organización es invariante: si cambia, la unidad deja de ser lo que era. La estructura, en cambio, cambia constantemente y es esa transformación estructural continua la que constituye el vivir. Vivimos cambiando, pero conservando nuestra organización. Si la perdemos, morimos.
A partir de esto, se afirma algo crucial: todo ser vivo se conserva en su nicho. Su conducta es siempre adecuada a las condiciones de vida que ha sabido realizar. Un bandido y un científico están igualmente adaptados a sus respectivos nichos. No existe tal cosa como una vida “más adaptada” que otra: la adaptación no es una variable cuantificable. Mientras se conserve, hay vida; cuando se pierde, hay muerte.
Esta visión transforma nuestra comprensión del mundo social y del aprendizaje. Si todo conocimiento es acción efectiva, entonces educar no es entregar información, sino proporcionar un espacio en el cual se pueda actuar efectivamente: un mundo en el que vivir transforme. Enseñar es permitir el desarrollo de una historia estructural congruente con un nicho humano y social. Así entendido, el conocimiento no se transfiere, se genera.
El lenguaje, lejos de ser una simple herramienta de comunicación, es el fenómeno biológico que permite la coordinación recursiva de acciones entre seres humanos. Es en esa recursividad que surgen los objetos, los significados y las descripciones. Solo hay “mundo objetivo” en el lenguaje, y lo que llamamos realidad no es algo externo que descubrimos, sino algo que construimos en convivencia.
La convivencia misma se da únicamente cuando hay amor. Y aquí Maturana no habla de amor romántico, sino del fenómeno biológico del amar: abrirle espacio al otro en la propia existencia. Todo fenómeno social se funda en esa apertura, en esa aceptación recíproca. Cuando se rompe esa espontaneidad, cuando se impone la competencia o la indiferencia, lo social desaparece.
Finalmente, Maturana subraya que toda nuestra existencia pasa por el cuello de botella del ser humano. Toda tecnología, toda ciencia, toda política, pasa por nuestra biología. Si negamos nuestra condición de seres vivos que necesitan convivir, compartir y amar, generamos neurosis, violencia, desintegración. No hay conocimiento sin historia de interacciones. No hay humanidad sin convivencia.
Este texto no es solo una teoría del conocimiento, es una ética del vivir. Una invitación a reconocernos como seres biológicos, estructuralmente determinados, capaces de conocer porque somos capaces de vivir juntos.